Enero 2017 Reporte Mensual de Tendencias en las Industrias Extractivas
La paz y la minería informal e ilegal en Colombia
Desde finales del año pasado Colombia ha iniciado un delicado proceso de transición post conflicto que se inició con la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en Bogotá.
Parte de las discusiones que precedieron a la firma de la paz y que hoy son parte del acuerdo final es la política de tierras que, en adelante, se aplicará en Colombia. Es así que el Estado colombiano ha dispuesto la creación de un banco de tierras que centralice los territorios antes ocupados por las FARC para fines ilícitos. Estos territorios serán redistribuidos conforme lo dispone la política de reparaciones que ha entrado en vigor. En términos de reparación para las víctimas del conflicto armado este es un paso reivindicatorio importante, así como el fin de décadas de tensión sobre el uso de la tierra en Colombia.
Sin embargo, muchos de estos territorios se encuentran en regiones ricas en recursos minerales y, a pesar de que el Estado se ha prometido desplegar esfuerzos para desarrollar una agricultura de calidad que dinamice estas regiones, corren peligro de caer -nuevamente- en garras de otros grupos criminales que retomen las actividades ilícitas. Hablamos de los protagonistas de la denominada “minería criminal”, grupos ligados a las guerrillas o el narcotráfico y que se dedican a la extracción de minerales trayendo consigo, contaminación, violencia, tráfico de personas y comercialización de drogas. Este tipo de actividad llega a concentrar el 80% de la producción de oro del país y su rentabilidad iguala a otras actividades ilícitas como el narcotráfico. En total, se calcula que 220 municipios en 25 departamentos tienen presencia de esta minería informal con vínculos directos con mafias criminales.
La minería ilegal o criminal es apenas una de las tres categorías mediante las cuales el gobierno de Colombia divide a la actividad minera informal en el país.
La minería ancestral o tradicional se desarrolla en la mayor parte de los casos sin los permisos legales necesarios. Este tipo de minería se encuentra ligada profundamente a la subsistencia de comunidades indígenas y afrocolombianas que habitan en departamentos en recursos como el Chocó y la Guainía. Su participación en el total de la producción informal es relativamente mínima y muchas veces estas mismas comunidades terminan lidiando con los pasivos ambientales y de violencia que deja la minería criminal tras de sí.
Un segundo tipo de minería es la minería informal o de pequeña escala no mecanizada. De características similares a la minería tradicional, también se le puede considerar una minería de subsistencia, que emplea a migrantes rurales empobrecidos y trabaja con bajos niveles de mecanización y de productividad.
La minería ilegal, vinculada a mafias criminales, también explota a migrantes rurales empobrecidos, pero accede a mayores capitales, trabaja con maquinaria pesada y logra productividad y ganancias más altas.
En sus distintas modalidades, los retos que impone la minería informal tras los acuerdos de paz implican un esfuerzo conjunto de distintos niveles de gobierno. Desde el empresariado minero formal (Asociación Colombiana de Minería) y desde el estado (la Agencia Nacional de Minería de Colombia) se ha propuesto concesionar esos territorios a la gran minería legal y formal, de modo que esos recursos sean explotados por compañías que cumplen con los más altos niveles de seguridad y tributan formalmente al estado.
Sin embargo, diversas poblaciones y autoridades ya han alzado su voz en contra de esta apuesta por la gran minería en los territorios pacificados. Al mismo tiempo, la Corte Constitucional de Colombia ya les ha dado la razón a estas jurisdicciones con una serie de fallos que privilegian el poder de decisión de los gobiernos subnacionales en temas de ordenamiento territorial, y la necesidad que estas decisiones sean tomadas de manera participativa. Es claro que una salida unilateral al problema que imponga desde el gobierno central la presencia de la gran minería en esos territorios terminaría provocando un incremento de los conflictos sociales en los territorios que se acaban de librar de la guerra.
Desde otros sectores, como la academia y la sociedad civil, se comparte la preocupación por el potencial impacto negativo de una imposición de la gran minería desde el gobierno central y se propone la creación de más espacios de diálogo donde participen las empresas, las comunidades y el Estado. La creación de mecanismos de participación ciudadana, así como instrumentos de capacitación sobre los impactos de la actividad minera formal e informal resultan componentes esenciales para este tipo de diálogo. De la misma manera, se plantea que procesos firmes de descentralización que permitan a las jurisdicciones locales realizar un ordenamiento territorial de acuerdo a sus propios objetivos de desarrollo, también podrían prevenir el conflicto social.
Finalmente, es importante resaltar siempre que la firma de la paz con las FARC no significa el fin de la violencia ni de la violación de derechos humanos en Colombia. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) sigue actuando en el territorio y se enfrenta a las mismas Fuerzas Armadas que enfrentaron a las FARC. Asimismo, el yugo del narcotráfico aún golpea a distintas zonas del país.
Tomar decisiones sobre la presencia y el rol de qué tipo de minería en las zonas que fueron afectadas por el conflicto armado con las FARC es crucial para la paz y la vigencia de los derechos humanos en esos territorios.
En este marco, el pasado diciembre del 2016 la OCDE presentó una Guía de Diligencia Debida para el manejo responsable de cadenas de suministro en zonas afectadas por conflictos. De esta manera, se busca prevenir el ingreso a los países miembros de la OCDE de oro producto de violaciones de actividades ilegales y criminales y en las que se violen derechos humanos.
Pero, naturalmente, se requiere de una respuesta mucho más compleja, que incluya la reconversión productiva y/o el reasentamiento territorial de los productores y los trabajadores de esta minería, el control de la provisión de insumos que vienen en muchos casos de las empresas formales de otros sectores de la economía (maquinaria pesada, precursores químicos, servicios financieros, canales de exportación, etc.), y el fortalecimiento de las agencias públicas encargadas de estas actividades en todos los niveles de gobierno.
México: El “gasolinazo” de enero y los subsidios energéticos
El panorama extractivo de México a inicios del 2017 está lleno de contrastes. En comparación a inicios del año pasado, el escepticismo frente a la ronda uno de licitaciones petroleras se ha disipado casi totalmente. Gracias a un esfuerzo conjunto de las secretarías de Energía, Finanzas y la Comisión Nacional de Hidrocarburos, el gobierno de México ha logrado licitar satisfactoriamente 39 campos petroleros. Este logro pone en el centro de las expectativas a la Ronda 2, a realizarse a inicios de este año. El entusiasmo por las licitaciones desde el sector privado, sin embargo, se ve opacado por la desconfianza que ha ido instalándose en el público frente a la reforma energética en general. Esta desconfianza se vio acentuada por el recorte de subsidios energéticos y la posterior alza de precios de la gasolina, y fue plenamente reflejada durante las protestas del mes de enero en contra de estas medidas. Y es que, es bueno recordarlo, una de las promesas gubernamentales durante el impulso de la reforma energética fue que bajarían los precios de la gasolina.
La política de precios planteada desde inicios de la reforma energética (2013-2014) fue el emparejamiento paulatino con los precios internacionales. En aquel momento, casi la mitad del volumen de gasolina consumido por los usuarios mexicanos era importada. Asimismo, no existía un mercado privado de distribución de gasolina que pueda impulsar una competencia de precios en un ambiente libre de subsidios. Si bien al 2017 ya existe una ley de la reforma energética promulgada y pasos importantes como la introducción de gasolineras privadas en el mercado, la situación no ha variado mucho desde el 2014.
Hasta antes de las recientes medidas que retiran subsidios y aumentan precios de venta final, los subsidios mexicanos a la gasolina se encontraban entre los más altos del mundo. Y esos subsidios se mantenían en el tiempo al mantenerse vigente la idea de que un precio bajo a la gasolina era expresión de la función de protección social de los más pobres por parte del estado.
Sin embargo, uno de los objetivos de la reforma energética es generar un verdadero mercado libre de combustibles en el país, para que el precio bajo de la energía resulte de la competencia entre los privados y no del subsidio estatal. En ese camino, la ruta elegida por el gobierno era paulatina, pues estipulaba que al 2015 se sustituiría el precio único de la gasolina por el precio máximo (aún controlado). Luego, a partir del 2016 se darían una serie de fluctuaciones que acercarían al precio un poco más a los precios internacionales. Y la liberalización total de precios se daría entre los años 2017 y 2018.
Pero estas previsiones del gobierno chocaron con otros elementos como la caída de los precios internacionales del petróleo y el pobre desempeño de Pemex en el rubro de producción, situación por la que tiene menos petróleo para vender y lo vende a muchos menos precio, afectando severamente los ingresos del estado mexicano. Si bien la crisis que estalló a inicios del año se explica a partir de la combinación de todos estos ingredientes, lo cierto es que existen pocos motivos que justifiquen que el gobierno de México mantenga los subsidios a los combustibles.
El primer argumento en contra de los subsidios se encuentra en que no es realmente cierto que beneficien principalmente a los más pobres. Se calcula -en efecto- que el 30% de hogares con mayores ingresos económicos concentran el 70% del consumo de combustibles en el país. Por otro lado, los costos ambientales y sociales de la sobre-dependencia a los combustibles fósiles supera largamente el beneficio económico real que ofrecen los subsidios. Asimismo, con las cifras de Pemex en caída, resulta insostenible conservar una matriz energética basada en combustible subsidiado que requiere altos volúmenes de importación de gasolina a precios internacionales.
El descontento generado por las alzas de precio supone un golpe a la reforma energética. En ese aspecto quizás la responsabilidad más clara la tenga el Estado. Ofrecer que las reformas derivarían necesariamente en tarifas de energía más baratas fue útil para lograr la aprobación de la reforma, pero se convierte después en un factor de pérdida de legitimidad para la misma -y el gobierno entero- al ocurrir exactamente en lo contrario. Al abrir el mercado del downstream ciertamente existe un margen para que la competencia entre las distintas compañías derive en mejores tarifas para los usuarios. Sin embargo, esta estrategia sigue dependiendo de la capacidad de Pemex para mantener niveles de producción (y refinación) que fuercen al mercado a ajustarse a tarifas que tengan sentido para los mexicanos.